- Twitter Baga Sola / Yamena
Mientras el grupo terrorista pierde fuelle, las necesidades humanitarias se agravan en la región del Lago Chad, donde 7,1 millones de personas se enfrentan al riesgo de hambruna. Las organizaciones internacionales alertan de la importancia de actuar con urgencia
Cabras, niñas que transportan esterillas —más grandes que ellas— enrolladas encima de la cabeza y mujeres que venden sus productos animan las calles de Bol, en la orilla chadiana del Lago Chad. La aparente normalidad que se respira en el día de mercado semanal se quiebra solo por la presencia de un comité de vigilancia sentado a la sombra de un árbol, un grupo de lugareños que se han organizado para hacerse responsables de la seguridad del lugar ante el terror sembrado por el grupo terrorista Boko Haram.
Aunque la situación de la seguridad ha mejorado y el último atentado contra civiles en territorio chadiano se registró en octubre de 2015, se mantiene en vigor el toque de queda. El estallido de la crisis de Boko Haram en el estado de Borno (Nigeria) ha arrastrado a 10,7 millones de personas a una situación de necesidad que va más allá de las fronteras del país y ha llegado a afectar a un área en la que viven 17 millones de personas. Más de 200.000 refugiados y 2,3 millones de desplazados han buscado cobijo en Chad, Camerún y Níger.
Mientras que el grupo terrorista pierde fuelle, el problema del hambre se agrava. Una parte de la población equivalente a más del doble de los habitantes de Madrid (7,1 millones de personas) está expuesta a la inseguridad alimentaria. Unos 515.000 niños ya padecen desnutrición aguda severa. La ONU calcula que para brindar asistencia humanitaria a la región del Lago Chad se necesitarán unos 1.400 millones de euros en 2017. En la Conferencia Humanitaria de Oslo, celebrada el pasado mes de febrero, la comunidad internacional se comprometió a destinar 672 millones de dólares (636 millones de euros) a esta zona. Un primer paso, pero de por sí no suficiente para evitar el riesgo de hambruna.
Sin acceso a sus medios de vida tradicionales (agricultura y pesca), los desplazados y los refugiados dependen totalmente de la ayuda humanitaria prestada por organizaciones internacionales. La crisis afecta también a los autóctonos. En Chad, la población de la región del Lago se ha triplicado —Unicef cifra en más de 124.000 las personas desplazadas internas, los retornados y los refugiados—. Este drástico crecimiento se ha traducido en un aumento de la presión sobre los ya escasos recursos naturales en uno de los países más pobres del mundo —ocupa el puesto 186 sobre 188 en la clasificación de Índice de Desarrollo Humano—. El incremento de los precios de los bienes básicos y el cierre de las rutas comerciales con Nigeria, cuna del grupo yihadista y principal aliado económico de la región, han hecho el resto.
El campo de Magui se erige en el medio de la nada. Está a una hora de coche de Liwa, pero parece aún más lejano por el ruinoso estado de la carretera de arena. Aquí malviven unas 9.000 personas provenientes de las islas cercanas, objeto de ataques de los terroristas que juraron lealtad al Estado Islámico. Es una zona de difícil acceso para los profesionales de la salud, que, sin embargo, se desplazan hasta aquí una vez por semana.
Las clínicas móviles, que prestan servicio también en otros dos campos, empezaron a funcionar en abril de 2016, una vez que la zona se desclasificara como de inseguridad crítica. «La situación era catastrófica», explica Jean Luboya, responsable del programa de nutrición en la región del Sahel occidental para Unicef. Su organización asiste al Gobierno chadiano brindando estos servicios, ya que el Ministerio de Salud encuentra muchas dificultades para hacerlo de forma autónoma y no existen infraestructuras básicas. «Tras la emergencia del conflicto, quedará aún mucho por hacer», admite. «La salud y la educación se encuentran en un estado catastrófico. Hay menores que no han sido vacunados, ni escolarizados. Habrá que seguir con todo este trabajo».
Gali Ouya es enfermero, pero aquí tiene que hacer de todo un poco. En una jornada de trabajo suele atender a unas 35 personas, pero la tienda en la que acoge a sus pacientes siempre está abarrotada, sobre todo por mujeres. Bajo otra carpa, al resguardo del inclemente sol, el nutricionista Ngandolo Kouyo apunta la información que su colega le grita desde la báscula en la que pesa a los niños y mide la circunferencia de sus brazos. Les acompaña un vacunador, sentado bajo la imagen de una campaña de prevención de la poliomielitis.
«Si la circunferencia del brazo o la relación entre peso y altura están por debajo de los parámetros fijados o si el niño presenta edemas, le ofrecemos tratamiento. En este momento, contamos con 105 admitidos en el programa», dice. «Aquí es difícil conseguir alimentos y el agua es de mala calidad, pero normalmente en unas dos semanas logran salir de la emergencia».
Los casos más graves que no pueden ser atendidos por las unidades móviles se trasladan en ambulancia a Liwa. Eso fue lo que le sucedió también al hijo menor de Fanda Tchari. Esta mujer de 26 años, madre de cuatro hijos, tuvo que escapar hace un año y medio de su isla natal cuando los milicianos de Boko Haram entraron gritando «Allah es el más grande» y quemaron su casa.
Sentada en una alfombra azul en el interior de su cabaña, muestra las cicatrices que su hijo Al Hadgi Madou, de 2 años, presenta en la frente y en el vientre. «Cuando me di cuenta de que tenía diarrea y edemas por todo el cuerpo, intenté sanarle con la medicina tradicional», dice. Una vecina le pasó un hierro incandescente en varias zonas del cuerpo y el niño estaba tan débil que casi ni reaccionó. Al ver que la escarificación no había logrado curarle, acudió a la clínica móvil. «Pensé que mi hijo se iba a morir», relata Tchari. «No quería ni que se lo llevaran a Liwa, pensaba que era demasiado tarde y que ya no merecía la pena, pero el médico insistió». Al Hadgi Madou permaneció ingresado más de 20 días. Ahora se encuentra mejor, no obstante, su madre se queja de que llora por las noches porque quiere leche. «Pero no hay», admite lacónica.
Allia Maloum, de 24 años, tenía cinco hijos, pero tres han muerto por desnutrición. Cuando enfermaron, pensó que era un problema relacionado con el agua. Sus vecinos les aconsejaron recurrir a la escarificación, pero se opuso. Ella lo había sufrido en sus propias carnes y no quería que le pasara lo mismo a sus hijos. Aunque fuera a ver el médico, no fue posible salvarles la vida.
La unidad de desnutrición de Liwa está compuesta por dos carpas, que reparten las madres y sus hijos según la gravedad del caso. El centro se encarga de cubrir una zona en la que viven unas 150.000 personas, entre lugareños y desplazados. Tiene una capacidad de 26 camas, pero a veces el personal se ve obligado a alojar a mujeres encima de alfombras, sobre todo en el período entre cosechas, cuando más escasea la comida. La mayoría de los niños grita y llora hasta ahogar la voz del responsable del centro, el doctor Kodman Mallah Mardochée. Otros simplemente yacen al lado de sus madres, sin moverse.
El centro acaba de adquirir un generador, pero aún no está en funcionamiento y la unidad sigue sin disponer de electricidad, lo que impide que los niños puedan ser reanimados. «La ayuda que podemos proporcionar no es suficiente. Los trabajadores no pueden ni coger vacaciones, porque no hay nadie que los remplace. Hay niños que tendrían que estar en terapia intensiva, pero este lugar es tan estrecho que resulta imposible. Necesitamos incubadoras», relata el doctor.
Mardochée sostiene que esta situación no se debe exclusivamente a Boko Haram, pero que se ha visto agravada por el clima de inseguridad. Las viviendas insalubres contribuyen a que los niños desarrollen enfermedades respiratorias agudas y el calor intenso de las próximas semanas hará que empeoren.
Entre las causas de la desnutrición está también el hecho de que las madres interrumpan de manera brusca la lactancia sin medidas de acompañamiento, cuando los bebés aún no están listos para comer lo mismo que los adultos. Otro factor es el poco tiempo que transcurre entre un embarazo y el siguiente, lo que reduce el periodo de lactancia. Los matrimonios precoces también influyen, según el médico, ya que los padres muy jóvenes a menudo no son capaces de encargarse del recién nacido. Los altos índices de VIH complican el cuadro, como el de Hassan Ali, de 4 meses. Su madre murió hace poco, presumiblemente por sida, y es su tía la que cuida de él. Pesa 3,6 kilos, menos de la mitad de lo saludable para un niño de su edad.
Desde que el centro empezó a funcionar el pasado mes de noviembre, han muerto una decena de niños, sobre todo por hipotermia. El doctor Lewine Koyoumtan alerta también del peligro de recaída para los que consiguen salvarse, ya que, al salir del hospital, los niños vuelven a carecer de alimentos aptos para su desarrollo. «La espiral de inadecuación entre las necesidades del niño y la insuficiencia de alimentos y desnutrición es un ciclo infernal. Y continuará así hasta que se aborde el problema de la región de manera global. La zona tiene que ser segura y hay que garantizar el regreso a las zonas insulares para que las familias vuelvan a cultivar sus campos y a los medios de vida tradicionales. Esto beneficiará también a los lugareños, que ya no se verán obligados a compartir lo poco que tienen con los desplazados», explica.
Las crisis olvidadas de Chad
«Chad en sí mismo representa una crisis olvidada», explica Eve Hackius, representante de país para la ONG francesa Acted en Chad. Si bien la zona del Lago acapara la mayoría de los fondos destinados al país, hay otros frentes de emergencia abiertos. «Hay unos 300.000 refugiados de Darfur (Sudán) que viven en campos de acogida en las regiones orientales. A estos se suman otras 150.000 personas que huyeron de República Centroafricana y se establecieron en el sur del país. Es mucho más complicado obtener fondos más allá de la región del Sahel». Hackius destaca que en Chad se trabaja mucho sobre la financiación de urgencia vinculada con actividades a corto plazo, mientras que la resiliencia suele pasar a un segundo plano. «Sin embargo, es un tema cada vez más importante para evitar la dependencia de las ayudas, fomentar actividades que generen ingresos y recuperar un poco de dignidad. Hay muchos fondos, pero tienen que evolucionar para responder mejor a las exigencias actuales», asegura.
David Thérond, jefe de misión de Médicos sin Fronteras en Chad, admite que actualmente no hay problemas de fondos para otra de las lacras que afectan al país: la malaria. «El paludismo en Chad es un verdadero problema de salud pública en un contexto caracterizado por un crecimiento demográfico muy rápido. Es la primera causa de morbilidad a escala nacional y afecta al 30% de una población de 11 millones de personas», explica. El 44% de los casos se concentran en el sur del país. Los niños entre 0 y 5 años representan el grupo más expuesto al riesgo de contraer la enfermedad.
El principal problema al que se enfrenta su organización es la dificultad de acceso a algunas regiones, sobre todo en el sur del país. «Tenemos que lidiar, además, con un sistema sanitario con muchas dificultades, con limitaciones, por ejemplo de personal. Sin embargo, no tenemos problemas para importar medicamentos, ni para que lleguen trabajadores calificados que puedan ocuparse de la formación de actores locales».
La región del Sahel chadiana, la zona entre Abéché y el Lago, se enfrenta a crisis nutricionales y alimentarias periódicas. La falta de agua potable y de acceso a saneamiento están entre las primeras causas de mortalidad en el país. Desde hace varios años no hay suficiente agua, las cosechas son escasas y los animales mueren, un problema primordial en una población compuesta esencialmente por agricultores y pastores. La caída del precio del crudo también ha contribuido a agravar la situación, privando el Gobierno de su principal fuente de recursos. «Hacía falta muy poco para que la situación se convirtiera en catástrofe, lo que ha ocurrido con la llegada de Boko Haram», sostiene Mamadou Ndiaye, responsable de nutrición para Unicef Chad, que ha prestado su apoyo para que EL PAÍS visitara los campos de refugiados de la zona.
Ndiaye evita utilizar la palabra hambruna, pero subraya la gravedad de la situación que está viviendo la región. «Si no se actúa de manera urgente, existe el riesgo de encontrarse en la misma situación que Sudán del Sur«, advierte. «Si la crisis se prolonga durante mucho tiempo, las generaciones que se han alejado del campo estarán cada vez menos interesadas en las actividades agrícolas. Si no se hace nada para que puedan volver rápidamente a sus medios de vida, las nuevas generaciones desarrollarán hábitos distintos. Será una catástrofe para Chad y en particular para la región del Lago, que contribuye a la economía de todo el país».
Para combatir contra el hambre no se necesitan fondos exorbitantes, según Olivier Brouant, jefe de misión de la Oficina de Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea (ECHO) en Yamena. «A condición de intervenir en los primeros 1.000 días de vida de un niño y dirigirse a las poblaciones más vulnerables», aclara, insistiendo en la importancia de la leche materna. La responsabilidad de esta lucha, explica, tiene que ser compartida entre el sector privado, los Gobiernos, las familias y las comunidades.
En 2016, Echo destinó a Chad unos 62,35 millones de euros, es decir, alrededor del 10% de sus recursos en África. Las previsiones para este año apuntan a una cifra parecida, asegura Brouant. El jefe de misión estima que la próxima cosecha será mejor en comparación con los años pasados, lo que podrá «mejorar ligeramente la seguridad alimentaria, pero no bastará para aliviar completamente el estrés alimentario y económico» que sufre la región.
«La situación en Chad es extremadamente frágil y muchos indicadores son negativos», afirma desde París Josselin Gauny, experto en seguridad alimentaria y medios de existencia para Acción contra el Hambre. «El Estado chadiano no está listo para responder a una crisis nutricional. Si las organizaciones internacionales se retraen ahora, habría grandes problemas de viabilidad. Las ONG volvemos una vez más a desempeñar un papel que no nos gustaría interpretar. Sería preferible más bien acompañar a las autoridades, pero actualmente las condiciones no son propicias para lograr este objetivo».
Un problema que afecta también el entorno urbano
Lejos de ser un problema exclusivamente rural, la desnutrición afecta también a zonas urbanas, incluida la capital del país. Pobreza, falta de higiene y algunas prácticas culturales están a la raíz de esta situación.
«Hay muchas creencias sobre la alimentación de los niños: los abuelos aseguran que la comida no tiene mucha importancia, las madres piensan que si dan el pecho a sus hijos se le caerá el seno, el curandero dirá que la leche materna está mal…», explica el doctor Ibrahim Dicko, responsable de la unidad de desnutrición del Hospital de la Amistad Chad-China, en pleno corazón de Yamena. «Y no son solo los más pobres los que confían en la medicina tradicional, es una cuestión cultural».
El promedio de ingresos semanales en la unidad es de entre 40 y 60 niños. Sin embargo, esta cifra puede elevarse hasta 200 en los períodos de pico, que prácticamente representan la mayor parte del año (de abril a octubre y de diciembre a febrero). Las temporadas críticas están vinculadas con la presencia de parásitos que causan la diarrea y coinciden con el periodo entre cosechas.
El factor económico también incide en el número de ingresos: las admisiones en los primeros dos meses de 2017 crecieron un 25% frente al mismo periodo del año anterior por la actual crisis económica que vive Chad, vinculada a la caída de precio del crudo. «Esto implica que las familias que hasta ahora estaban a salvo también pueden caer», explica el responsable de la unidad. «Si sigue así, este año vamos a vivir una situación grave».
Uno de los mayores obstáculos a los que tiene que enfrentarse el personal médico es que los niños suelen llegar cuando su estado de salud ya está muy deteriorado. «Además de la pobreza y la falta de higiene, el problema es que muchas familias recurren varias veces a la medicina tradicional antes de consultar a un médico, mientras que en las zonas rurales el proceso suele ser más rápido», según el doctor Dicko. Los curanderos a menudo practican cortes o escarificaciones en el cuerpo del niño o introducen hierros incandescentes en el ano para cortar la diarrea, lo que puede acarrear graves consecuencias para la salud por el resto de su vida.
Fuente: Diario El País